por Armando Gamboa
Se murió Francisco. Ya sabíamos que en cualquier momento iba a suceder.
Fue un Papa distinto y no por el cargo, sino por quien realmente era él. Desde el primer día marcó distancia: no quiso tronos, ni capas bordadas, ni privilegios. Quiso cercanía, habló de misericordia cuando otros hablaban de castigo, escuchó a quienes por años fueron señalados: divorciados, migrantes, comunidad LGTBI, mujeres, pobres. No cambió las reglas del juego pero sí el tono, y eso, en la Iglesia Católica ya es decir bastante.
A los poderosos les habló sin rodeos, les recordó que la vida vale más que el capital, que el planeta no es propiedad privada y que los olvidados también son hijos de Dios. No buscó likes, ni titulares, solo habló como un abuelo sabio que ya no le temía a incomodar.
Se metió en cárceles, hospitales, campos de refugiados, lloró con las víctimas de abuso y hasta pidió perdón por culpas que no eran suyas sino de una iglesia rota. Obviamente no fue perfecto, nunca quiso serlo, era humano, real.
He visto pasar a tres papas: Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco. Pero fue con este último, ya más maduro y en medio de la vida laboral, que presté verdadera atención a lo que significa ser líder espiritual en tiempos difíciles. Jorge Mario Bergoglio no solo cumplió una función: dejó un legado. Ojalá no llegue ahora un pontífice que, con ideas antiguas o intereses políticos, cierre las puertas que él abrió con tanto esfuerzo.